Cuando he ido acompañada por mis amig@s a los viajes de bellos parajes castellanos, románicos por excelencia, he visto la pervivencia de la sencillez. Esa ancestral vida donde impera el mundo rural, aquel de nuestra infancia, cuajada de campos, jardines, patios en flor y simples sendas campestres, en las que pululaban los campos de trigo, los sembrados de algodón, huertas pequeñas repletas de hortalizas, y la imagen de manadas de ovejas y cabras.
Bien sabemos que hasta hace muy poco tiempo, en mi ciudad pervivían algunas vaquerías cuando ya el mundo urbano empezaba a invadirles, y ante la vieja presencia del ganado, el vaquero, los mugidos e incluso moscas y olores un tanto desagradables, se implantaba un invasor asfalto, resultado de la especulación urbana de los ayuntamientos "democráticos" que parenciánse defensores del mundo auténtico y rural... ¡Cuánto cambió Dios mío, aquella vida de integración urbana en la rural!
Ante aquella presencia del cabrero que en mi barrio venía ofreciendo la leche de cabra, vi cómo los intereses del ayuntamiento de mi ciudad, en pro de manos ávidas de fortuna, transformaron la rua de mi infancia, mi mundo sencillo de tres calles en connivencia con el campo, por una gran avenida y una gran estación de tren, expropiando viviendas y desafiando unas ruinas que podrían haber hablado de un pasado glorioso de la tierra en la que nací.
Ese mágico pasado, al que todos volvemos en el recientemente "Turismo Rural", porque necesitamos del olor a tierra, a pino y lentisco, a aislado ganado y granjas, lo encuentro en los pueblecitos vivientes de Castilla, de Galicia, del Norte de España, fiel reflejo de aquella Real Cañada Soriana,... campo y naturaleza, que todavía hoy no pueden pararla, aunque especulen con esos terrenos legalizando ilegamente fundus rústicos que no son de nadie sino de la TIERRA que nos ha parido.
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